domingo, 1 de diciembre de 2024


 CAPÍTULO I: EL CONOCIMIENTO 

—Ahora… todos en fila, con los hombros hacia adelante hasta que llegue el director. Él les indicará cuál es la tradición de nuestro colegio —ordenó el celador con voz seca y autoritaria.


En el estrado, el director, un hombre de cabeza calva y barbilla pronunciada, se acercó al micrófono con pasos firmes. El silencio dominaba el patio, cargando las palabras en el aire con esa solemnidad que solo puede venir de cien años de historia.


—Padres y alumnos… La luz del conocimiento ha recorrido estos pasillos durante más de un siglo. Comenzó con un pequeño número de habitantes de este maravilloso pueblo y, una vez más, les damos la bienvenida a un nuevo ciclo. Nuestros principios no han cambiado, y seguimos basándonos en nuestro ya legendario lema: Tradición y Disciplina. ¡Repitan conmigo!


Como un reflejo automático, la multitud repitió al unísono:


—Tradición y Disciplina.


Los aplausos resonaron en el ambiente, aunque para mí todo parecía un eco distante. Yo, como siempre, estaba ausente.


La soledad ha sido mi único refugio. A los diecisiete, esa soledad se volvió aún más impenetrable cuando nos mudamos, una vez más, a otro pueblo perdido por cuestiones de trabajo. Mi padre, vendedor de seguros, repetía como un mantra que esta vez, esta última vez, encontraríamos estabilidad. Pero incluso en su voz, esa promesa sonaba vacía, como una moneda falsa.


Las constantes mudanzas me habían convertido en una sombra, alguien gris y sin raíces. Los únicos amigos de mi pasado eran los ajedrecistas con quienes compartí partidas silenciosas. Mi padre me inculcó este juego desde niño, y a los siete ya era campeón intercolegial. A los trece, podía jugar a ciegas contra varios oponentes, un talento que para otros era extraordinario, pero para mí era tan natural como respirar.


Era un fantasma. Y cuando llegué a este pequeño pueblo de General Madariaga, decidí que lo mejor sería seguir siendo invisible.


El director continuaba con su discurso, mientras mi mente divagaba.


—El año pasado se graduaron cuarenta y siete alumnos, y más del setenta y cinco por ciento fueron ejemplos para otros pueblos de nuestro país, habiendo ganado los concursos intercolegiales en distintas materias —decía, con la misma entonación ensayada de años anteriores.


Los aplausos volvieron a llenar el ambiente. Yo miré alrededor, buscando un refugio. Me senté al fondo, esperando evitar cualquier contacto. El temido llamado de mi nombre me daba escalofríos; prefería desaparecer.


Precisamente aquel lunes, un periódico local tenía como titular la muerte de Bobby Fischer. Entre las líneas más pequeñas mencionaban una infiltración en el Pentágono, una coincidencia que pasó desapercibida para la mayoría. Sin embargo, lo que capturó mi atención fue el número exacto de casillas en un tablero de ajedrez: 64, igual a la edad de Fischer al morir.


Mientras mi mente reconstruía historias sobre aquel genio rebelde, una voz grave irrumpió en mis pensamientos:


—¿Juan Gómez? —preguntó un profesor desde el estrado.


Un gigante corpulento y de mirada asustada se levantó con torpeza. Su tamaño descomunal contrastaba con su evidente inseguridad. Sus manos, enormes y desproporcionadas, temblaban ligeramente al sujetar la esquina del escritorio, que terminó rompiendo con una facilidad asombrosa, como si fuera una galleta.


—Soy… yo —tartamudeó, intentando hacerse invisible detrás de su propio cuerpo.


A mi derecha, un chico delgado con lentes grandes escribía compulsivamente en un cuaderno amarillento. Su fragilidad era casi palpable. Cuando me presenté, él se ajustó los anteojos y, con voz temblorosa, susurró:


—Mi nombre es… Pedro… Pedro Calderón.


En su cuaderno, firmaba sus poemas con las siglas M.A.R. en letras grandes, algo que me pareció peculiar. No prestaba atención a las clases, salvo literatura e historia, donde recitaba los textos de memoria con una precisión casi sobrenatural. Era como si viviera en un mundo paralelo al nuestro.


Durante las primeras semanas, nuestras interacciones fueron mínimas. Juan, Pedro y yo compartíamos un silencio cómodo, como si estuviéramos conectados por un hilo invisible. Pero todo cambió con la llegada del cuarto miembro de nuestra pequeña hermandad.


Esteban Alcides. Su aspecto desaliñado y su ropa descuidada lo convertían en blanco fácil de Javier Miranda, el líder de la clase. Las agresiones comenzaron de inmediato: piedritas, papelitos, cualquier cosa que pudiera lanzarle. El resto de la clase lo imitaba. Pero sus ataques no se limitaban a Esteban; también éramos un blanco fácil para ellos.


Ese fue el inicio de lo que, más tarde, llamamos la hermandad.




CAPÍTULO II: CLARIDAD 

Con el paso de las semanas, empecé a notar con más claridad quiénes éramos realmente. Juan, el gigante que intentaba esconderse detrás de su tamaño descomunal, cargaba con un complejo de inferioridad que lo devoraba. Su inseguridad no solo era física; también se veía reflejada en su dificultad con los estudios. Pedro, el poeta silencioso, parecía vivir en un mundo propio, refugiado en sus palabras y ajeno a la realidad que lo rodeaba.


Pero Esteban… él era un enigma. De todos nosotros, era el más distante. Siempre parecía perdido en pensamientos que, a simple vista, no tenían sentido para nadie más. Al terminar las clases, era el primero en desaparecer y el último en llegar cada mañana. Una vez lo sorprendí murmurando algo sobre "nodos" mientras hacía cálculos incomprensibles en un papel, jeroglíficos que parecían pertenecer a un idioma que ninguno de nosotros conocía.


Todo cambió un día durante la clase de informática. El profesor explicaba el origen de los chips y los circuitos analógicos cuando Esteban lo interrumpió abruptamente.


—Eso no es correcto —dijo, levantándose de su asiento con una seguridad que jamás le habíamos visto.


Sin esperar permiso, caminó hacia el pizarrón y comenzó a dibujar esquemas complejos. Sus explicaciones sobre cómo una tecnología superior podía desarrollarse aplicando la teoría del caos dejaron al aula en completo silencio. Incluso el profesor, que normalmente manejaba la clase con autoridad, parecía descolocado.


Cuando finalmente recuperó el control, lo mandó fuera del aula, avergonzado por no saber cómo responder a la demostración de Esteban.


Ese momento marcó un antes y un después. Esteban había mostrado su verdadera obsesión: las computadoras. Pero también se condenó a sí mismo. Desde entonces, no solo sus compañeros lo rechazaron aún más, sino también algunos profesores.


De alguna manera, ese rechazo nos unió aún más. Éramos los parias del colegio, invisibles no solo para los alumnos, sino también para los adultos que debían guiarnos.


La conexión oculta

Con el tiempo, empezamos a notar un patrón más profundo. No era solo rechazo. Había algo más que nos unía, aunque no supiéramos exactamente qué. Pedro lo resumió con una frase que se volvió nuestra bandera:


—Somos expertos en habilidades inútiles.


Era una verdad cruda, pero irónica. Nadie quería acercarse a nosotros, y nosotros tampoco hacíamos esfuerzo por integrarnos. Sin embargo, en nuestro silencio compartido, comenzamos a conocernos mejor.


Nuestras conversaciones eran extrañas, casi surrealistas. Discutíamos ideas abstractas que no tenían sentido para nadie más. Lo que para el resto del colegio era tradición y disciplina, para nosotros era una prisión.


La primera prueba

Un día, la hostilidad se volvió física. Pedro caminaba desprevenido cuando alguien, con malicia, le puso una zancadilla. Vi cómo sus lentes volaban por el aire mientras su cuerpo caía contra el cemento áspero.


Sin pensarlo, los tres nos levantamos al unísono y corrimos hacia él.


—¿Te lastimaste? —preguntó Juan, levantándolo con una facilidad sorprendente.


—No… gracias, es que me tropecé —dijo Pedro, tratando de sonreír para disimular.


Sabíamos que mentía. Habíamos visto claramente el pie que lo derribó. Pero Pedro, siempre discreto, no quiso causar problemas.


Mientras lo ayudábamos a recoger sus cosas, Esteban, con su habitual tono distante, comentó:


—Estamos en el lugar equivocado, con la gente equivocada.


Todos asentimos en silencio. Pedro, casi susurrando, confesó:


—A veces siento miedo… miedo en todas partes.


Esa confesión resonó en nosotros. La soledad que compartíamos ya no parecía un peso individual; era una carga colectiva. Por primera vez, nos dimos cuenta de que, juntos, podríamos enfrentar ese miedo.


Esteban, quizás en un intento de aligerar el ambiente, hizo una propuesta inesperada:


—Si quieren, pueden venir a mi casa este sábado.


Pedro sonrió levemente, y con una voz apenas audible, respondió:


—Tal vez así sea menos penosa esta soledad para todos.


Juan, con su silencio habitual, asintió. Por primera vez, parecía que teníamos algo que hacer juntos.



CAPÍTULO III: LA PARTIDA 

El bar era el punto de encuentro de la mayoría del pueblo. Cuando entramos, el ruido de las conversaciones y risas nos envolvió como una nube densa. En el centro, Javier destacaba con su voz inconfundible, contando anécdotas y chistes mientras todos reían a carcajadas. No era difícil entender por qué lo llamaban el "ídolo" del pueblo: carismático, atlético y siempre el centro de atención.


Nosotros, como era costumbre, nos deslizamos hacia el margen. Elegimos una mesa en el rincón más alejado, como si sentarnos ahí pudiera volvernos invisibles. Pero el aislamiento no era suficiente para evitar las risitas y comentarios en voz baja que llegaban hasta nosotros.


Uno de ellos se acercó, con tono desafiante.


—¿Quién de ustedes es el ajedrecista?


La pregunta resonó en el aire. Mi corazón comenzó a latir más rápido. No supe cómo habían descubierto mi afición, pero estaba claro que no buscaba una respuesta casual.


La tensión creció mientras ninguno de nosotros respondía. Finalmente, el chico repitió la pregunta, y supe que no había escapatoria.


—Yo —dije en voz baja, tratando de parecer indiferente.


Una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro.


—¡Che, Carlos! ¡Acá tenés un cliente! —gritó, atrayendo la atención de todos.


Intenté rechazar la invitación.


—No estoy de ánimo para jugar.


Pero esa respuesta no lo satisfizo.


—¿Así que no querés jugar? ¡Ya me parecía que vos y tus amigos son una manga de cagones!


El insulto flotó en el aire, diseñado para provocar. Sabía que no tenía opción. Miré a mis amigos; sus rostros reflejaban preocupación. Para protegerlos, tomé una decisión.


—Está bien. Una partida. Pero solo una, y después nos dejan en paz.


La sonrisa del chico se ensanchó mientras Carlos, el supuesto campeón del bar, se acercaba con un tablero maltrecho y piezas desiguales. Su actitud era confiada, casi arrogante, pero no podía culparlo: estaba jugando en su terreno.


—Espero que sepas lo que hacés —dijo, acomodando las piezas con movimientos calculados.


Me senté frente a él, tratando de mantener la calma. Mientras lo hacía, algo dentro de mí cambió. Quizás era la rabia contenida, la necesidad de demostrar algo, o simplemente la responsabilidad de cuidar a mis amigos.


Giré la silla, dándole la espalda al tablero.


—¿Qué hacés? —preguntó Carlos, frunciendo el ceño.


—Juego así. Estoy acostumbrado.


El silencio cayó sobre el bar. Podía sentir las miradas incrédulas de todos los presentes.


—¡Dejáte de joder! —dijo alguien en el fondo.


—No estoy bromeando —respondí con calma—. Es como me enseñaron.


La partida comenzó. Cada movimiento resonaba en mi mente como un eco. La estrategia se desarrollaba con precisión, cada jugada desarmando sus defensas.


No duró mucho. Doce movimientos. Jaque mate.


El ambiente, antes lleno de risas y chistes, se volvió tenso. El silencio era pesado, casi opresivo. Carlos se levantó de la mesa, su rostro una mezcla de incredulidad y vergüenza.


Pensé que todo había terminado, pero no podía estar más equivocado.


La amenaza

Mientras nos preparábamos para irnos, cinco figuras enormes se acercaron desde la entrada. Eran jugadores del club de rugby, amigos de Javier.


El primero en caer fue Juan. Una patada lo hizo rodar por las escaleras del bar. Antes de que pudiéramos reaccionar, todo se convirtió en una maraña de puños y patadas.


Caímos al suelo, golpeados una y otra vez. El dolor era constante, pero más insoportable era la humillación.


Uno de ellos se acercó a Pedro, que apenas podía ver sin sus lentes.


—Nunca le pego a alguien con lentes —dijo con una sonrisa burlona, antes de aplastarlos bajo su pie.


El golpe siguiente dejó a Pedro sin aire. Mientras lo levantábamos, Esteban murmuró:


—Estamos en el lugar equivocado, con la gente equivocada.


Esa frase resonó en mi mente mientras los ayudaba a levantarse. Caminamos juntos hasta la casa de Pedro, cada uno cargando su propia herida, tanto física como emocional.


El pacto silencioso

Esa noche, algo cambió entre nosotros. La rabia y el dolor nos unieron de una manera que nunca habíamos experimentado. Sin necesidad de palabras, sabíamos que ya no éramos simples compañeros. Éramos algo más.


Pedro, con su voz débil, rompió el silencio:


—Quizás no pertenezcamos aquí, pero tampoco vamos a desaparecer.


Esteban asintió, y Juan, con una mirada cargada de determinación, añadió:


—No importa lo que pase. No vamos a dejarnos vencer.


Por primera vez, sentí que había algo más fuerte que el rechazo: nuestra hermandad.


CAPÍTULO IV: LA PEQUEÑA VENTANA 

Esa tarde de domingo, llegamos a la casa de Esteban uno por uno. El aire fresco y el sol brillante parecían borrar, al menos en apariencia, las huellas de lo sucedido la noche anterior. A pesar de ello, el dolor persistía en nuestros cuerpos, y las heridas eran un recordatorio constante de nuestra vulnerabilidad.


Esteban nos recibió con una sonrisa extraña, serena, como si lo de anoche no lo hubiera afectado en absoluto. Su calma era desconcertante. No pude evitar preguntarle:


—¿Por qué estás tan contento después de lo que pasó?


Esteban, con su habitual aire misterioso, respondió mientras se apartaba para dejarnos entrar:


—Estoy muy cerca de mi objetivo con el programa. Tanto que casi puedo tocarlo.


Había algo en su tono que transmitía emoción contenida. Desde el principio, sabíamos que Esteban era diferente, pero ahora parecía más absorto que nunca en su mundo.


Nos acomodamos en su sala, rodeados de un caos controlado: cables, monitores y dispositivos distribuidos por todas partes. Parecía más un laboratorio que una casa. Cuando todos estuvimos reunidos, su madre nos recibió con una bandeja de facturas y mate.


—Portense bien, chicos —dijo, antes de despedirse para visitar a una vecina.


El ambiente era cálido, acogedor, como si en esa casa el peso de todo lo ocurrido hubiera desaparecido. Por un momento, nos permitimos relajarnos.


Confesiones y descubrimientos

Mientras compartíamos el mate, las conversaciones comenzaron a fluir como nunca antes. Hablamos de nuestras metidas de pata, amores frustrados y anécdotas que nos arrancaban risas sinceras. Era como si, por primera vez, nos sintiéramos realmente en casa.


Pedro, normalmente reservado, se abrió más de lo habitual.


—Paso las noches escribiendo —confesó—. Es mi forma de escapar de este lugar.


Juan, que parecía fascinado con los poemas de Pedro, añadió con una sonrisa:


—Yo no entiendo nada de poesía, pero cuando leo lo que escribís, siento que hablás de cosas que nunca supe cómo decir.


Pedro bajó la vista, visiblemente avergonzado por el cumplido.


—No es gran cosa —respondió con timidez—. Solo escribo lo que siento.


Mientras tanto, Esteban estaba absorto en su computadora, como siempre. Pero esta vez, en lugar de aislarse, comenzó a explicarnos lo que estaba haciendo.


—Estoy desarrollando un programa que podría cambiar todo lo que conocemos sobre redes y comunicación —dijo, con entusiasmo.


—¿Cambiar cómo? —pregunté, intrigado.


—Imaginen que pudieran acceder a cualquier información del mundo, en cualquier momento, sin limitaciones —respondió, mientras sus dedos se movían rápidamente por el teclado.


Sus palabras sonaban como algo sacado de una película de ciencia ficción, pero su convicción era innegable.


—Es mi pequeña ventana al mundo —añadió, señalando los monitores frente a él.


Había algo en su voz que me hizo creerle. Esteban no solo era un genio; era un visionario.


Un momento de unión

Después de horas de charla y risas, decidimos salir a caminar por el pueblo. Pedro, sin embargo, dudó.


—Es peligroso —dijo, mirando hacia el suelo—. Ya saben que no somos bienvenidos.


—Deberíamos intentarlo igual —sugirió Juan, con una sonrisa tranquilizadora.


Finalmente, logramos convencerlo. Cerca de la medianoche, salimos a recorrer las calles silenciosas. Las luces de las casas estaban apagadas, y el pueblo parecía dormido.


Nos detuvimos en una plaza, donde nos sentamos en un banco bajo un árbol enorme. La conversación continuó, pero esta vez en un tono más introspectivo.


—¿Creen que algún día las cosas cambiarán? —preguntó Pedro, rompiendo el silencio.


Esteban fue el primero en responder.


—No creo que el mundo cambie por sí solo. Pero tal vez podamos encontrar un lugar donde seamos aceptados.


Juan, con su optimismo característico, añadió:


—No necesitamos que todos nos acepten. Nos tenemos a nosotros, y eso es suficiente.


En ese momento, me di cuenta de algo. Por primera vez, no me sentía solo. Aunque éramos los "invisibles" del colegio, habíamos encontrado en nuestra hermandad algo que nadie más tenía: una conexión inquebrantable.


La noche avanzó, y finalmente regresamos a la casa de Esteban. Antes de despedirnos, nos miramos en silencio, como si compartiéramos un pacto tácito. Sabíamos que, pase lo que pase, nos enfrentaríamos juntos al mundo.


CAPÍTULO V: ¡AGIT ATTACK! 

Estaba en el baño del colegio, lavándome las manos. El agua fría corría, arrastrando la suciedad de un día que parecía interminable. De pronto, la puerta se abrió de golpe, y un escalofrío me recorrió la espalda. Por el espejo, vi las figuras de Javier y su grupo entrando, llenando el pequeño espacio con su presencia intimidante.


Javier avanzó primero, su expresión arrogante más pronunciada que nunca.


—¿Te creés muy vivo, no? —preguntó, con esa voz cargada de burla que había aprendido a detestar.


Intenté mantener la calma.


—¿Qué? No… no creo eso.


—¿Te creés diferente? —continuó, acercándose más. Su tono era gélido—. ¿El héroe que salva a sus amigos?


Sabía hacia dónde iba esto. Mi mente trabajaba rápidamente, buscando una salida, pero cada opción parecía peor que la anterior.


—Javier, fue solo una partida de ajedrez. Nada más.


Esa respuesta, lejos de calmarlo, pareció enfurecerlo aún más.


—¿Ah, sí? ¿Me estás diciendo que soy un estúpido por perder tiempo con vos? —dijo, su voz subiendo de tono.


Antes de que pudiera responder, su puño chocó contra el espejo, rompiéndolo en mil pedazos. Los fragmentos cayeron al suelo, reflejando pequeñas versiones distorsionadas de nosotros.


—Escuchame bien, boludo —gruñó, mientras avanzaba hacia mí—. Acá el que manda soy yo.


Intenté mantener la compostura.


—Tenés razón, Javier. Lo que digas.


El sarcasmo en mi tono fue suficiente para provocar lo inevitable. Me tomó de la solapa y me empujó contra la pared, su rostro apenas a centímetros del mío.


—¿Sabés lo que quiero? Quiero que te arrodilles y pidas disculpas. Ahora.


El aire se volvía más denso con cada palabra. Miré a los otros, buscando alguna señal de duda, pero sus rostros eran máscaras de crueldad.


—No voy a hacer eso —dije finalmente, con una calma que no sentía.


La tensión alcanzó su punto máximo. Javier levantó el puño nuevamente, pero antes de que pudiera golpearme, la puerta del baño se abrió de golpe.


La intervención

Juan apareció en el umbral. Su imponente figura llenó el espacio, y durante un instante, todo se detuvo.


—Soltalo, Javier —dijo con una voz baja pero firme.


Javier lo miró, intentando mantener su autoridad, pero había algo en la presencia de Juan que incluso él no podía ignorar.


—¿Y qué vas a hacer si no? —respondió, desafiándolo.


Juan avanzó un paso, sus ojos clavados en los de Javier. No necesitaba decir más. El mensaje estaba claro.


Con una risa amarga, Javier finalmente me soltó.


—Vos y tus amigos son unos muertos de hambre. No sé ni para qué pierdo mi tiempo con ustedes.


Dicho esto, salió del baño seguido por su grupo, dejando tras de sí una atmósfera cargada de tensión.


La fortaleza del grupo

Me quedé ahí, apoyado contra la pared, intentando recuperar el aliento. Juan se acercó y me dio una palmada en el hombro.


—Estamos juntos en esto —dijo, con esa tranquilidad que siempre me reconfortaba.


De regreso al aula, me di cuenta de algo: no estábamos solos. Por más que el mundo estuviera en nuestra contra, teníamos algo que Javier y su grupo nunca podrían entender: una hermandad construida en la resistencia.


Los preparativos

Esa noche, nos reunimos en la casa de Esteban para discutir lo sucedido. Sabíamos que lo de Javier no era solo una muestra de poder; era un aviso de que las cosas podían empeorar.


Esteban, mientras trabajaba en su computadora, nos dijo:


—Ellos juegan a ser fuertes porque nunca tuvieron que enfrentar algo real. Nosotros ya vivimos en ese lugar. No pueden quitarnos nada que no hayamos perdido antes.


Sus palabras nos dieron fuerzas. Esa noche, decidimos que no dejaríamos que nos destruyeran. Si querían enfrentarnos, tendrían que hacerlo en nuestros términos.


Esteban comenzó a mostrarnos algunas de sus ideas: planos, esquemas y cálculos que parecían sacados de un futuro lejano.


—Podemos protegernos —dijo, con la misma convicción que mostraba en todo lo que hacía—. Pero tenemos que trabajar juntos.


Por primera vez, sentí que teníamos una oportunidad. No solo de resistir, sino de demostrar que, incluso siendo invisibles, podíamos dejar nuestra marca.


CAPÍTULO VI: LA CONFESIÓN 

Era una tarde tranquila de fin de semana. Estábamos todos reunidos en la casa de Esteban, como de costumbre, cuando, tras un largo silencio, decidí romper la monotonía.


—Pedro, ¿nos podrías leer algo de tus manuscritos?


Pedro levantó la vista solo por un segundo antes de volver a clavarla en el suelo.


—No soy bueno para leer en voz alta —respondió, casi en un susurro.


Esteban, siempre dispuesto a intervenir, tomó uno de sus cuadernos y comenzó a hojearlo. Eligió un poema al azar y lo leyó en voz alta. La mayoría de los textos hablaban del mar, un tema recurrente en las páginas de Pedro.


—¿Por qué escribís tanto sobre el mar si nunca lo viste? —pregunté con curiosidad.


Pedro se tomó un momento antes de responder, su voz cargada de melancolía.


—Escribo sobre lo que no conozco porque es lo único que me inspira. Imaginarlo me da algo en qué creer.


Hubo un silencio tenso, como si todos supiéramos que esas palabras escondían algo más profundo. Finalmente, Pedro decidió abrirse.


La confesión de Pedro

—Era muy chico cuando sufrí mi primer desmayo —comenzó, su voz apenas audible—. Me diagnosticaron ceguera diabética por hiperglucemia. Desde entonces, soy insulino-dependiente.


Su tono era neutral, como si estuviera relatando una historia que no le pertenecía.


—La enfermedad me aisló. Mientras otros chicos jugaban, yo estaba en casa, escribiendo. Las letras fueron mi refugio. Gané algunos concursos de literatura, pero nunca me sentí parte de nada.


Pedro levantó la vista, y en sus ojos se podía leer una mezcla de resignación y tristeza.


—Ahora estoy perdiendo la vista. Mi ojo izquierdo ya está ciego, y el derecho no durará mucho. Por eso escribo sobre el mar. No sé si llegaré a verlo antes de que sea demasiado tarde.


Nadie supo qué decir. Las palabras de Pedro nos golpearon como un balde de agua fría.


Finalmente, Juan rompió el silencio.


—¿Qué significa M.A.R.? —preguntó, señalando las letras que Pedro siempre firmaba en sus poemas.


Pedro esbozó una leve sonrisa, la primera desde que empezó a hablar.


—Memoria, Amor y Resistencia —respondió, con una calma que contrastaba con la intensidad de sus palabras—. Memoria para recordar quiénes somos. Amor para no rendirnos. Resistencia para enfrentar lo que sea.


Su respuesta dejó una marca en nosotros. M.A.R. dejó de ser solo las iniciales de sus poemas; se convirtió en el emblema de nuestra hermandad.


El poema de María

Intentando aligerar el ambiente, le pregunté:


—¿Y ese poema que no menciona el mar? ¿Para quién es?


Pedro pareció dudar, pero finalmente respondió con una sonrisa tímida:


—Es para María.


El nombre resonó en el aire, cargado de significado. María era la chica más bella del colegio, siempre inalcanzable.


—¿Se lo vas a dar? —pregunté, intentando animarlo.


Pedro negó con la cabeza.


—No puedo. Ella no me ve como alguien que pueda interesarle.


Esteban, con su tono práctico, intervino:


—Si querés que algo cambie, tenés que intentarlo.


Juan, siempre entusiasta, añadió:


—¡Si no se lo das vos, lo hago yo!


Pedro rió por primera vez en semanas.


—Gracias, pero no. Algún día lo haré, cuando esté listo.


Aunque ninguno lo dijo en voz alta, todos sabíamos que ese día podía no llegar nunca.


CAPÍTULO VII: MARÍA 

Durante los recreos, María solía sentarse cerca de nosotros. Su sonrisa iluminaba el ambiente, pero nunca nos miraba directamente. No es que nos ignorara; más bien parecía ajena a nuestra existencia, como si fuéramos parte del paisaje.


Un día, mientras observábamos desde nuestro rincón habitual, me atreví a preguntarle a Pedro:


—¿Por qué no te acercás a hablarle? Dale una flor, uno de tus poemas… algo.


Pedro bajó la vista, nervioso.


—No sé… ella no me teme, pero tampoco podría interesarse en alguien como yo.


Juan, siempre entusiasta, lo interrumpió:


—¡Yo le doy el poema si querés!


Pedro reaccionó de inmediato.


—¡No! —dijo con firmeza—. Tiene que ser algo que haga yo, cuando me sienta listo.


Esteban, con su tono sereno, intervino:


—Estamos acá para ayudarte. Solo decinos cuándo.


Juan insistió un poco más, pero Pedro, en su obstinada timidez, se mantuvo firme.


—Algún día —murmuró—, pero no hoy.


Una oportunidad inesperada

El viernes, al salir del colegio, estábamos planeando nuestra próxima salida cuando Esteban tuvo una idea:


—¿Qué les parece ir al bar, pero más temprano esta vez?


—Perfecto —dijo Juan—. ¿A las nueve?


Todos estuvimos de acuerdo. Había una extraña emoción en el aire, como si aquella noche prometiera algo diferente.


Cuando llegamos al bar, el ambiente era tranquilo. Solo había una mesa ocupada por un grupo de chicos y dos chicas. Para nuestra sorpresa, María estaba entre ellos.


Se veía preciosa, su cabello largo cayendo sobre los hombros y su sonrisa irradiando esa calidez que la hacía especial. Aunque intentamos mantenernos discretos, era imposible no notar su presencia.


Nos quedamos en la barra, pidiendo algo para beber, cuando, para nuestra sorpresa, María se acercó.


—¡Hola! Qué bueno verlos por acá —dijo con esa sonrisa que siempre parecía iluminarlo todo.


Era el momento de Pedro.


Juan, con su típica actitud impaciente, le susurró:


—¡Dale, es ahora!


Pedro vaciló.


—No traje el poema —dijo, visiblemente frustrado.


Juan sonrió, sacando un papel doblado de su bolsillo.


—Eso no es cierto. Lo traje yo.


El poema que Pedro había escrito para María estaba ahí, esperándolo. Pedro no tenía excusas.


Con manos temblorosas, tomó el papel y, después de dudar por un momento, se levantó. Sus pasos eran lentos, cada uno cargado de inseguridad. Finalmente llegó hasta María y le extendió el poema.


—Esto es para vos —dijo, su voz apenas un susurro.


María sonrió, pero antes de que pudiera tomarlo, algo inesperado ocurrió.


La interferencia

Javier apareció de la nada, con esa sonrisa cruel que lo caracterizaba. Con un movimiento rápido, le arrebató el poema a Pedro.


—¿Y esto qué es? —preguntó con burla, mientras comenzaba a romperlo en pedazos.


Los fragmentos caían al suelo como hojas secas arrastradas por el viento. María observaba en silencio, su expresión neutral, mientras Pedro permanecía inmóvil, paralizado por la humillación.


Javier, satisfecho con su espectáculo, tomó la jarra de cerveza que Pedro había dejado en la barra y, muy despacio, la vació sobre su cabeza.


—Nunca cambian, “los raritos” —dijo con tono despectivo antes de alejarse, acompañado de las risas de su grupo.


Pedro no dijo nada. Nosotros tampoco. Ayudamos a secarlo y lo acompañamos a casa, caminando en silencio bajo la fría luz de la luna.


Un nuevo pacto

Esa noche, mientras estábamos sentados en el cuarto de Esteban, rompimos el silencio.


—No podemos seguir permitiendo esto —dijo Juan, golpeando la mesa con el puño.


Esteban, siempre analítico, agregó:


—El problema no es lo que ellos hacen. Es que nosotros no reaccionamos.


Pedro, con la voz aún quebrada, murmuró:


—¿Reaccionar cómo? No podemos ganarles en su terreno.


—Tal vez no en su terreno —respondí—, pero podemos llevarlos al nuestro.


Ese fue el momento en que la idea de la resistencia se consolidó. No estábamos dispuestos a seguir siendo víctimas. Si querían jugar con nosotros, tendrían que hacerlo bajo nuestras reglas.


Por primera vez en semanas, sentí esperanza. No éramos invisibles. Éramos M.A.R.


CAPÍTULO VIII: LA LUZ 

La noche cayó lentamente sobre el pueblo, y como de costumbre, nos reunimos en la casa de Esteban. Su madre se despidió temprano, dejando la casa en nuestras manos con una última advertencia:


—No toquen las alarmas cuando salgan, chicos.


Esteban asintió distraídamente mientras manipulaba su computadora, su atención completamente absorta en los monitores.


—Es un sistema de seguridad avanzado —nos explicó—. Basado en detectores de calor y movimiento. Si alguien intenta entrar sin permiso, no podrán pasar.


Aunque su tono era tranquilo, había algo en su mirada que transmitía tensión. Esa noche, Esteban estaba más alerta de lo habitual, revisando constantemente los esquemas en su pantalla y mirando de reojo hacia las ventanas.


—¿Esperás a alguien? —le pregunté, intentando aligerar el ambiente.


Esteban negó con la cabeza.


—No, pero nunca está de más estar preparado.


La conversación continuó de forma relajada. Hablamos de nuestras ideas, de lo que podíamos hacer para cambiar nuestra situación. Pero en el fondo, todos sabíamos que algo estaba a punto de suceder.


La oscuridad

Cerca de medianoche, las luces de la casa parpadearon antes de apagarse por completo. Nos quedamos en silencio, inmóviles, mientras la oscuridad lo llenaba todo.


—No puede ser una casualidad —dijo Esteban, levantándose de inmediato.


Activó un pequeño generador conectado a su sistema de seguridad, y los monitores volvieron a encenderse, proyectando imágenes de las cámaras exteriores.


—Miren esto —susurró, señalando una de las pantallas.


Afuera, sombras se movían entre los árboles y los postes de luz. Era difícil distinguir sus formas exactas, pero estaba claro que no estábamos solos.


Pedro, con su voz temblorosa, comentó:


—Son al menos cinco… no, siete.


—Hay más en el techo —añadió Juan, mirando otra cámara.


Esteban se giró hacia nosotros con una calma inquietante.


—Tenemos que trabajar juntos. No vamos a dejar que nos encuentren.


La sincronización

Mientras discutíamos nuestro siguiente movimiento, algo inexplicable ocurrió. Una tenue luz azul comenzó a brillar en el centro de la habitación, envolviéndonos en su resplandor.


No era una luz común; parecía emanar de nosotros mismos, conectándonos de una manera que no entendíamos. De repente, nuestras mentes estaban sincronizadas. No hacía falta hablar; podíamos sentir los pensamientos de los demás como si fueran nuestros.


Escuché claramente la voz de Esteban en mi cabeza, aunque sus labios no se movían:


—Gaby, si esto fuera una partida, ¿cuál sería tu jugada?


Sin dudarlo, respondí con mi mente:


—Táctica y estrategia.


Juan, impulsado por la misma energía, se levantó y corrió hacia la entrada trasera. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, como si una fuerza invisible lo guiara.


Pedro, aunque temblaba, cerró los ojos y escuchó.


—Hay dos en el techo, tres detrás de la casa y cinco cerca de la puerta principal —dijo, su voz más firme que nunca.


Esteban activó el sistema de electrificación de las rejas y la puerta principal, mientras yo me aseguraba de que Pedro pudiera guiarnos con precisión.


—Esperen… ahora —dijo Pedro, justo en el momento en que los intrusos intentaban abrir la puerta.


Esteban presionó un botón, y un chispazo iluminó la noche. Escuchamos gritos ahogados afuera.


El enfrentamiento

Los intrusos, desorganizados y confundidos, comenzaron a retroceder, pero Juan no les dio oportunidad. Salió por la puerta trasera, enfrentándose a dos de ellos con una fuerza que no sabíamos que tenía. Los levantó como si fueran muñecos de trapo y los lanzó al suelo.


Los demás intentaron huir, pero Esteban, siempre un paso adelante, activó otro dispositivo. Una ráfaga de luces cegadoras los dejó temporalmente inmóviles, dándonos tiempo para asegurar el perímetro.


Cuando todo terminó, el jardín estaba vacío. Habían dejado atrás bidones de nafta, evidencia de que planeaban algo mucho más peligroso.


Nos miramos en silencio, aún sintiendo la conexión que nos había salvado.


—¿Qué fue eso? —pregunté, rompiendo finalmente el silencio.


Esteban, con su mirada habitual de misterio, respondió:


—No lo sé… pero está dentro de nosotros.


Un grito bajo la lluvia

La tensión se rompió de golpe cuando comenzó a llover. Salimos al jardín, dejando que el agua fría cayera sobre nosotros. No sé quién empezó, pero de repente todos gritamos, liberando toda la rabia, el miedo y la frustración que habíamos acumulado durante meses.


Ese grito fue nuestro renacimiento. Por primera vez, no éramos víctimas. Éramos M.A.R., y aunque no entendíamos completamente lo que había ocurrido, sabíamos que algo había cambiado para siempre.


CAPÍTULO IX: EL MENSAJE 

La mañana después del enfrentamiento, todo el pueblo parecía envuelto en un silencio tenso. Aunque nadie había dicho nada, los restos del ataque a la casa de Esteban eran imposibles de ignorar: huellas en el jardín, ramas rotas y las evidencias que los intrusos dejaron atrás.


Nos reunimos temprano, como siempre, pero esta vez algo era diferente. Esteban estaba más serio que de costumbre. Frente a su computadora, sus dedos volaban sobre el teclado mientras murmuraba para sí mismo.


—¿Qué hacés? —preguntó Pedro, visiblemente preocupado.


Esteban no levantó la vista.


—Estoy asegurando que no puedan volver a localizarnos.


Todos nos acercamos para mirar. Las pantallas mostraban un sinfín de códigos que no entendíamos, pero la expresión de Esteban lo decía todo: estaba trabajando en algo importante.


—Anoche no fue un simple ataque —continuó—. Esto fue planeado.


La revelación

Después de unos minutos, Esteban giró su silla para enfrentarnos.


—Encontré algo en los dispositivos que dejaron atrás. No son simples matones. Hay algo mucho más grande detrás de esto.


—¿Más grande? ¿Qué tan grande? —preguntó Juan, cruzando los brazos.


Esteban señaló una de las pantallas, donde se mostraba una lista de nombres y ubicaciones.


—Ellos están buscando a personas como nosotros. Personas que sean… diferentes.


—¿Diferentes cómo? —insistí, aunque temía la respuesta.


Esteban nos miró, su expresión grave.


—Gaby, esto no es coincidencia. La luz azul, nuestra conexión, todo lo que pasó anoche… somos parte de algo que ellos no entienden. Pero saben que existimos, y nos quieren controlar o destruir.


El silencio llenó la habitación. Pedro fue el primero en romperlo.


—¿Qué hacemos ahora?


Esteban se levantó, caminando de un lado a otro.


—Primero, asegurarnos de que no puedan rastrearnos. Segundo… enviarles un mensaje.


El mensaje

Pasamos el resto del día ayudando a Esteban con su plan. Pedro, aunque no entendía de tecnología, se encargó de redactar las palabras exactas que enviaríamos.


Finalmente, al caer la noche, todo estuvo listo. Desde su computadora, Esteban accedió a una red que parecía sacada de una película de espías. Nos miró a todos antes de presionar la tecla final.


—¿Están seguros? —preguntó, su voz firme.


—Sí —respondimos al unísono.


La pantalla mostró un mensaje simple pero contundente:


"No nos rendiremos. Somos M.A.R. Memoria. Amor. Resistencia. No pueden silenciarnos."


Esteban lo envió a múltiples servidores, redes y plataformas, asegurándose de que llegara a cualquier rincón donde pudiera ser visto.


La respuesta

No tuvimos que esperar mucho. Apenas una hora después, la computadora de Esteban comenzó a emitir alertas. Él revisó los datos rápidamente, sus ojos moviéndose de un lado a otro de la pantalla.


—Están respondiendo —dijo con un tono mezcla de emoción y preocupación.


—¿Quién? —preguntó Juan, acercándose.


Esteban amplió la pantalla para mostrarnos un mapa lleno de puntos parpadeantes.


—Otros como nosotros. Personas que también han sentido la luz azul, que han experimentado lo mismo.


Pedro, con la voz temblorosa, dijo:


—¿Esto significa que no estamos solos?


Esteban asintió.


—No. Esto recién comienza.


Un nuevo propósito

Esa noche, mientras el resto del pueblo dormía, nosotros trabajamos sin descanso. Esteban coordinaba mensajes con otros grupos, Juan organizaba el material que habíamos reunido y Pedro escribía poemas que nos recordaban por qué estábamos luchando.


Cuando finalmente me quedé solo con mis pensamientos, entendí algo: no éramos solo un grupo de chicos rechazados. Éramos una chispa en algo mucho más grande, algo que podía cambiarlo todo.


Por primera vez, no sentí miedo. Sentí esperanza.


CAPÍTULO X: EL LLAMADO 

La respuesta al mensaje de Esteban superó nuestras expectativas. Durante días, las alertas en su computadora no se detuvieron. Cada punto en el mapa representaba a alguien que había sentido lo mismo que nosotros: la conexión, la luz azul, el miedo a lo desconocido.


Pero no todo eran buenas noticias. Entre los mensajes de apoyo y solidaridad, comenzaron a aparecer amenazas.


—Saben quiénes somos —dijo Esteban una noche, mientras revisaba los nuevos datos.


—¿Y qué significa eso? —preguntó Juan, visiblemente preocupado.


—Significa que estamos en peligro. Pero también significa que estamos haciendo ruido, y eso es lo que importa.


Una reunión inesperada

Una semana después, mientras discutíamos cómo reforzar nuestra seguridad, recibimos un mensaje encriptado. Esteban lo descifró rápidamente, y lo que encontró nos dejó sin palabras.


—Es una invitación —dijo, leyendo en voz alta—. “Nosotros también somos M.A.R. Queremos reunirnos. No estamos lejos.”


—¿Una trampa? —pregunté, incapaz de ocultar mi desconfianza.


Esteban asintió lentamente.


—Podría serlo. Pero si no lo es, esto podría cambiarlo todo.


La decisión no fue fácil, pero finalmente acordamos aceptar. Si queríamos entender lo que estaba sucediendo, teníamos que tomar riesgos.


El encuentro

El lugar acordado era una antigua fábrica abandonada a las afueras del pueblo. Llegamos al anochecer, armados con linternas y un plan de escape por si las cosas salían mal.


El interior de la fábrica estaba oscuro y frío. Las sombras se alargaban con cada paso que dábamos, y el eco de nuestras pisadas hacía que todo pareciera más intimidante.


Finalmente, llegamos a una sala amplia, donde un grupo de personas nos esperaba. Había cinco en total, todos con expresiones de cautela pero también de curiosidad.


—Son chicos como nosotros —susurró Pedro.


La líder del grupo, una chica de unos veinte años llamada Camila, dio un paso adelante.


—Gracias por venir —dijo, su voz firme pero amable—. Somos parte de lo mismo que ustedes, aunque no sabemos exactamente qué significa.


Juan, siempre directo, preguntó:


—¿Y qué quieren de nosotros?


Camila sonrió ligeramente.


—Queremos unir fuerzas. Si seguimos separados, no sobreviviremos.


Uniendo las piezas

Mientras hablábamos, Camila nos contó su historia. Su grupo había experimentado la luz azul meses antes que nosotros. Habían intentado mantenerse ocultos, pero como nosotros, fueron descubiertos y perseguidos.


—No sabemos quiénes son ellos —dijo Camila, refiriéndose a los atacantes—, pero están buscando eliminar a cualquiera que sea diferente.


Esteban, con su mente analítica, comenzó a conectar puntos.


—No son solo individuos; es un sistema. Están buscando controlar algo que no entienden.


—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Pedro, su voz temblorosa pero determinada.


Camila nos miró, con expresión seria.


—Debemos organizarnos. No solo resistir, sino atacar.


La idea era abrumadora, pero también emocionante. Por primera vez, no éramos solo un grupo aislado. Éramos parte de algo más grande, algo con el potencial de cambiar el curso de nuestras vidas.


El juramento

Antes de irnos, Camila sugirió que hiciéramos un juramento.


—Esto no es solo una lucha por nosotros. Es por todos los que vendrán después.


Nos tomamos de las manos, formando un círculo bajo la tenue luz de una linterna. Camila comenzó, y uno a uno repetimos sus palabras:


—Por la Memoria, el Amor y la Resistencia. No caeremos. No nos rendiremos.


Cuando regresamos al pueblo esa noche, algo había cambiado en nosotros. Ya no éramos solo un grupo de amigos. Éramos una parte activa de una revolución silenciosa.


CAPÍTULO XI: RESISTENCIA ACTIVA 

Los días posteriores al encuentro con Camila y su grupo fueron una mezcla de tensión y propósito. Ahora sabíamos que no estábamos solos, pero también entendíamos que nuestra lucha no sería fácil.


Esteban asumió el rol de estratega principal. Su cuarto, ya caótico, se transformó en un verdadero centro de operaciones. Mapas, cables y notas cubrían cada superficie disponible.


—Tenemos que ser inteligentes —nos dijo una tarde—. Ellos tienen recursos y poder. Nosotros tenemos lo que nunca podrán entender: la conexión.


Pedro, siempre atento a los detalles, añadió:


—Y algo que ellos no tienen: imaginación.


Planificación

Camila nos había dado información valiosa sobre los patrones de nuestros perseguidores. Esteban usó esos datos para diseñar un plan que, en sus palabras, no buscaba atacar directamente, sino exponerlos.


—Ellos operan en las sombras. Si los forzamos a salir a la luz, perderán su ventaja.


El plan consistía en infiltrarnos en sus redes de comunicación y filtrar información clave al público. Esteban trabajó sin descanso, hackeando sistemas y recopilando datos que demostraban cómo estos grupos operaban para suprimir cualquier señal de resistencia.


—¿Cómo los distribuiremos? —preguntó Juan una noche.


Esteban sonrió.


—A través de M.A.R.


El mensaje sería enviado de manera masiva, utilizando la red que habíamos creado con Camila y otros grupos.


La ejecución

Finalmente llegó el día. Nos reunimos en la casa de Esteban, con los nervios a flor de piel. Sabíamos que una vez que el mensaje saliera, no habría vuelta atrás.


Esteban, con su calma característica, dio las últimas instrucciones.


—Cuando presione este botón, se enviará la información a cientos de servidores y redes sociales. Todo el mundo verá lo que hemos descubierto.


Pedro, siempre el poeta, añadió:


—Y sabrán que no estamos solos.


Juan, con su habitual energía, concluyó:


—Vamos a hacer historia.


Con un último vistazo a todos, Esteban presionó el botón.


La pantalla mostró un conteo regresivo, y cuando llegó a cero, el mensaje fue enviado. Un silencio pesado llenó la habitación mientras esperábamos una reacción.


La represalia

No tardó en llegar. Apenas unas horas después, las cámaras de seguridad de la casa de Esteban detectaron movimiento. En las pantallas, vimos vehículos acercándose rápidamente.


—¡Vienen por nosotros! —gritó Pedro.


Esteban no perdió la calma.


—Sabíamos que esto podía pasar. Activen el protocolo.


Habíamos preparado una ruta de escape. Mientras Esteban y Pedro se encargaban de borrar los rastros de nuestras actividades, Juan y yo nos aseguramos de que todos los accesos a la casa estuvieran bloqueados temporalmente.


—¡Es hora de irnos! —dijo Esteban finalmente, cerrando su computadora portátil.


Salimos por la puerta trasera, corriendo hacia un punto de encuentro previamente acordado. Desde la distancia, vimos cómo los vehículos rodeaban la casa, pero ya era demasiado tarde. Estábamos fuera de su alcance.


Un nuevo refugio

Nos reunimos con Camila y su grupo en un almacén abandonado. Allí, bajo la luz tenue de unas velas, evaluamos lo que habíamos logrado.


—El mensaje llegó a todas partes —dijo Esteban, mostrando en su computadora portátil cómo los datos se habían replicado en múltiples plataformas.


Camila, con una mezcla de orgullo y preocupación, añadió:


—Ahora saben que existimos, pero también saben que no vamos a detenernos.


Pedro, con una sonrisa tenue, recitó unas líneas que había escrito en su cuaderno:


—“Los invisibles se alzan. La resistencia no se rinde. Somos luz en la oscuridad.”


Por primera vez, sentimos que el miedo no nos controlaba. No éramos víctimas. Éramos luchadores.


CAPÍTULO XII: LA REVELACIÓN 

El almacén abandonado se había convertido en nuestro refugio temporal. Durante días, trabajamos sin descanso, revisando las reacciones al mensaje que habíamos enviado. Aunque muchas personas lo recibieron con esperanza, la respuesta de nuestros perseguidores fue aún más rápida y contundente de lo esperado.


Esteban, siempre absorto en su computadora, revisaba los datos con una concentración casi obsesiva. Finalmente, levantó la vista y dijo:


—Encontré algo.


Todos nos acercamos, ansiosos por escuchar lo que había descubierto.


—Estos no son simples operativos. Hay un patrón en sus movimientos, y todo apunta a una sola organización.


—¿Cuál? —preguntó Juan, con los brazos cruzados.


Esteban señaló una palabra que aparecía repetidamente en los datos: “AGIT.”


El significado de AGIT

—¿Qué es eso? —pregunté, intentando entender.


Esteban respiró hondo antes de responder.


—AGIT es un acrónimo. Advanced Group for Intervention and Tracking. Es una unidad secreta financiada por gobiernos y corporaciones para controlar a individuos con habilidades especiales, como nosotros.


El silencio llenó la sala mientras procesábamos la información.


—¿Por qué nosotros? —preguntó Pedro, su voz apenas un susurro.


—Porque no nos controlan —respondió Esteban con firmeza—. Todo lo que no pueden controlar, lo destruyen.


Camila, que había estado escuchando en silencio, intervino:


—Esto es más grande de lo que imaginábamos. Si AGIT realmente está detrás de todo, no solo somos un objetivo; somos su prioridad.


El pasado oculto

Mientras revisábamos más información, descubrimos algo aún más inquietante. Algunos de los nombres asociados con AGIT estaban vinculados a desapariciones inexplicables de personas en todo el mundo.


—Están experimentando con ellos —dijo Esteban, mostrando documentos clasificados que había logrado descifrar—. Buscan entender qué nos hace diferentes y replicarlo.


Pedro, visiblemente afectado, preguntó:


—¿Y si nos atrapan?


—No vamos a dejarlos —respondí, con una seguridad que no sabía que tenía—. No podemos permitirlo.


Juan se levantó de su silla, golpeando la mesa con el puño.


—Entonces, ¿qué hacemos? No podemos quedarnos aquí esperando.


La clave

Esteban se giró hacia nosotros, con una chispa de determinación en los ojos.


—Hay algo más. Un archivo que AGIT protege con extremo cuidado. Si logramos descifrarlo, podríamos exponerlos de manera definitiva.


Camila asintió.


—¿Sabés dónde está?


Esteban señaló un mapa en su computadora.


—En un servidor central ubicado en una de sus instalaciones principales. Está altamente protegido, pero tengo un plan.


Su propuesta era arriesgada: infiltrarnos en la instalación, acceder al servidor y extraer la información. Era nuestra única oportunidad de cambiar las reglas del juego.


El dilema

Aunque la idea era clara, no todos estábamos convencidos.


—Es una locura —dijo Pedro, nervioso—. Si nos atrapan, se acabó.


—Si no lo hacemos, igual se acabó —respondió Camila, con firmeza—. Esto no es solo por nosotros. Es por todos los que no tienen voz.


La sala quedó en silencio mientras procesábamos sus palabras. Finalmente, Juan habló:


—Si vamos, vamos juntos. Pero necesitamos saber que todos estamos de acuerdo.


Uno por uno, asentimos. Era un riesgo enorme, pero estábamos listos para enfrentarlo.


CAPÍTULO XIII: LA INFILTRACIÓN 

La noche era fría y silenciosa mientras nos preparábamos para ejecutar el plan. Esteban había pasado días diseñando cada paso con precisión, asegurándose de que no dejáramos cabos sueltos.


—No es solo entrar y salir —dijo, mientras revisaba el mapa de las instalaciones—. Si algo sale mal, tienen protocolos de contención.


—¿Qué tipo de contención? —preguntó Pedro, claramente nervioso.


Esteban lo miró con seriedad.


—Nada bueno.


Camila intervino, su tono firme pero alentador.


—Lo tenemos todo planeado. Solo necesitamos mantenernos unidos y seguir las instrucciones.


El plan

El servidor central estaba ubicado en una instalación de alta seguridad, rodeada por un perímetro electrificado y patrullada por guardias. Esteban había identificado un punto débil en su sistema: una ventana de tres minutos durante el cambio de turno de los guardias.


—Entraremos por la entrada sur —explicó—. Hay un túnel de mantenimiento que nos llevará directamente al edificio principal.


El equipo se dividió en dos grupos. Esteban, Pedro y yo seríamos los encargados de infiltrarnos en el servidor. Camila y Juan permanecerían afuera, vigilando el perímetro y asegurándose de que tuviéramos una ruta de escape.


—Si algo sale mal, avisen de inmediato —dijo Camila, mirándonos a todos—. No hay espacio para errores.


La entrada

Llegamos a las instalaciones a medianoche. El silencio era opresivo, solo interrumpido por el sonido de nuestras respiraciones y el suave crujir de nuestras botas contra la grava.


Esteban lideró el camino, utilizando un dispositivo que bloqueaba temporalmente las cámaras de seguridad.


—Tres minutos —susurró, mientras desactivaba el cerrojo de la entrada sur.


El túnel de mantenimiento era estrecho y oscuro, con un olor a humedad que hacía difícil respirar. A pesar de las condiciones, avanzamos rápidamente, siguiendo las instrucciones de Esteban.


Finalmente, llegamos a una sala de mantenimiento que conectaba directamente con el edificio principal. Desde allí, podíamos ver el servidor central: una estructura metálica rodeada de cables y luces parpadeantes.


El acceso

Esteban comenzó a trabajar inmediatamente, conectando su computadora portátil al sistema. Las líneas de código llenaron la pantalla mientras él descifraba los protocolos de seguridad.


—¿Cuánto falta? —pregunté, mirando nerviosamente a las cámaras.


—Unos minutos —respondió, sin apartar la vista de la pantalla.


Pedro, que estaba a mi lado, murmuró:


—Algo no está bien.


Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, las luces de la sala comenzaron a parpadear. Una alarma ensordecedora rompió el silencio.


—¡Nos descubrieron! —gritó Esteban, cerrando su computadora de golpe.


La huida

Camila apareció en nuestros comunicadores.


—¡Guardias en camino! Salgan ahora.


Sin perder tiempo, recogimos nuestras cosas y corrimos hacia el túnel. El sonido de pasos y voces se acercaba rápidamente, pero logramos llegar al pasillo justo a tiempo.


—¡Cubran la salida! —ordenó Camila desde su posición.


Juan, que estaba esperándonos afuera, bloqueó la entrada al túnel con una viga metálica.


—¡Rápido, el auto está cerca!


Corrimos hacia el vehículo, nuestras piernas ardiendo por el esfuerzo. Los guardias disparaban detrás de nosotros, pero el caos que habíamos creado nos dio una ventaja.


Finalmente, alcanzamos el auto. Camila aceleró antes de que cerráramos las puertas, llevándonos lejos de las instalaciones.


El resultado

Cuando estuvimos a salvo, Esteban revisó su computadora con urgencia.


—¿Lo conseguiste? —preguntó Juan, jadeando.


Esteban asintió lentamente.


—Sí, pero no todo. Solo tenemos una parte del archivo.


Camila lo miró con preocupación.


—¿Es suficiente?


Esteban suspiró.


—Es un comienzo.


Mientras nos alejábamos, entendí que esto era solo el principio. Habíamos logrado un pequeño triunfo, pero la verdadera lucha aún estaba por venir.


CAPÍTULO XIV: LA DECISIÓN FINAL 

Habían pasado días desde la infiltración, pero la tensión seguía presente en cada uno de nosotros. El archivo que Esteban había logrado extraer estaba incompleto, pero contenía información suficiente para confirmar lo que temíamos: AGIT no era solo una organización secreta; era un sistema global diseñado para identificar, controlar y eliminar a quienes consideraban "anómalos".


Esa noche, nos reunimos en el almacén para decidir nuestro próximo movimiento. Camila se levantó y nos miró, su expresión más seria que nunca.


—Hemos llegado al punto de no retorno. Ahora sabemos exactamente contra quién estamos luchando. Pero también sabemos lo que está en juego.


Esteban conectó su computadora a un proyector improvisado, mostrando imágenes y documentos del archivo.


—Esto es solo una fracción de lo que tienen —explicó—. Experimentos, desapariciones y un sistema de vigilancia que llega mucho más lejos de lo que imaginábamos.


Pedro, sentado en un rincón con su cuaderno en las manos, preguntó:


—¿Y cómo podemos enfrentarnos a algo tan grande?


Camila respondió con firmeza:


—No lo haremos solos. Este no es solo nuestro problema. Es el problema de todos los que están siendo silenciados.


El debate

La sala se llenó de voces mientras discutíamos las opciones. Juan, como siempre, propuso actuar con fuerza.


—No podemos seguir esperando. Tenemos que exponerlos de una vez por todas.


Pedro, más cauteloso, opinó:


—Si hacemos algo precipitado, podríamos poner en peligro a más personas.


Esteban se mantuvo callado, mirando fijamente la pantalla. Finalmente, habló.


—Hay una forma de hacerlo. Pero es arriesgada.


Nos explicó su idea: utilizar la red que habíamos creado para filtrar los datos restantes del archivo de forma masiva. Esto no solo expondría a AGIT, sino que también movilizaría a otros grupos y personas que, como nosotros, estaban luchando en silencio.


—Si ellos quieren controlar todo, lo que debemos hacer es quitarles ese control —dijo, con una determinación inquebrantable.


El dilema

El plan no estaba exento de riesgos. Filtrar esa información nos convertiría en el objetivo principal de AGIT, y sus represalias podrían ser devastadoras.


—¿Estamos dispuestos a arriesgarlo todo? —preguntó Camila, su voz cargada de emoción.


Miré a mis amigos, recordando todo lo que habíamos pasado juntos. La luz azul, la conexión que compartíamos, nos había transformado en algo más que un grupo de rechazados. Éramos M.A.R., y nuestra lucha ya no era solo por nosotros.


Uno por uno, asentimos.


—Si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará —dijo Pedro, con una fuerza inesperada en su voz.


La transmisión

La noche siguiente, nos dividimos las tareas. Esteban y yo coordinamos el envío de la información, mientras Camila y Juan aseguraban el perímetro. Pedro, con su cuaderno en la mano, escribió un mensaje que acompañaría los datos.


Cuando todo estuvo listo, nos reunimos frente a la pantalla, observando el progreso del envío. Cada segundo parecía eterno, pero finalmente, el sistema confirmó que la información había sido distribuida.


Un silencio cargado de tensión llenó la sala. Sabíamos que habíamos logrado algo grande, pero también que el peligro estaba más cerca que nunca.


—Ya está hecho —dijo Esteban, apagando su computadora.


La respuesta

No pasó mucho tiempo antes de que llegaran las primeras reacciones. Mensajes de apoyo comenzaron a inundar nuestras redes. Personas de todo el mundo se unían a la causa, compartiendo historias similares y prometiendo apoyo.


Pero también llegaron las amenazas.


—AGIT no se quedará de brazos cruzados —advirtió Camila, mientras revisaba los mensajes.


—Que vengan —respondió Juan, con una sonrisa desafiante—. Estamos listos.


El pacto final

Esa noche, bajo el cielo estrellado, nos tomamos de las manos una vez más. Pedro recitó un poema que había escrito especialmente para el momento:


—“Cuando la oscuridad intente tragarnos, nos convertimos en luz. No somos el fin; somos el principio.”


La emoción en su voz reflejaba lo que todos sentíamos. Habíamos tomado una decisión final, y aunque el futuro era incierto, sabíamos que no estaríamos solos.


CAPÍTULO XV: EL AMANECER 

El primer rayo de sol atravesó las ventanas del almacén, iluminando los rostros cansados pero decididos de todos nosotros. Habíamos pasado la noche observando cómo el mundo reaccionaba al mensaje. AGIT ya no era un secreto, y eso lo cambiaba todo.


Esteban, con los ojos rojos de tanto trabajar frente a la pantalla, se giró hacia nosotros y dijo:


—El sistema está funcionando. No pueden borrar lo que hemos compartido.


Pedro, sentado en un rincón con su cuaderno, recitó una de sus frases como si fuera un mantra:


—“Las mentiras pueden ocultar la verdad, pero no destruirla.”


Por primera vez en mucho tiempo, sentí algo parecido a la esperanza.


La señal del cambio

Camila, siempre vigilante, estaba revisando los mensajes que seguían llegando a nuestras redes. Entre ellos, encontró algo que nos dejó en silencio: un video grabado desde una protesta masiva en una ciudad lejana.


Miles de personas estaban en las calles, llevando pancartas con un mensaje claro: "Somos M.A.R."


La emoción nos invadió a todos. Pedro se levantó y se acercó a la pantalla, sus ojos llenos de lágrimas.


—No estamos solos —dijo en un susurro.


Juan, con su habitual energía, levantó el puño en señal de victoria.


—Esto es solo el comienzo.


El contraataque

Sin embargo, sabíamos que AGIT no se quedaría de brazos cruzados. Esa misma mañana, recibimos un mensaje anónimo:


"Ustedes ganaron una batalla, pero la guerra apenas comienza."


Esteban, con su mente analítica, respondió con calma:


—Esto significa que les hemos golpeado donde más les duele. Ahora, más que nunca, debemos estar unidos.


Camila asintió.


—Tienen poder, pero nosotros tenemos algo que ellos nunca entenderán: nuestra voluntad de resistir.


La despedida

Esa noche, bajo el cielo estrellado, supimos que había llegado el momento de separarnos. Camila y su grupo se dirigían a otra ciudad para continuar organizando la resistencia, mientras nosotros permaneceríamos en el pueblo, protegiendo a quienes no podían huir.


Antes de partir, formamos un círculo, tomándonos de las manos una vez más. Pedro, como siempre, fue quien encontró las palabras adecuadas para el momento:


—“Si alguna vez sienten que están solos, recuerden este instante. Somos uno, somos luz, somos M.A.R.”


Nos abrazamos, y aunque sabíamos que el camino sería difícil, también sabíamos que habíamos encendido una chispa que nadie podría apagar.


El nuevo día

A la mañana siguiente, me senté en el tejado del almacén, viendo cómo el sol se elevaba lentamente en el horizonte. El pueblo despertaba, y aunque todo parecía igual, algo había cambiado.


No éramos invisibles. Éramos parte de algo más grande.


—¿Qué ves? —preguntó Esteban, subiendo para sentarse a mi lado.


—Un nuevo comienzo —respondí, con una sonrisa.


El amanecer marcaba el fin de una etapa, pero también el inicio de otra. No sabíamos qué nos esperaba, pero estábamos listos para enfrentarlo. Juntos.

"Cuando todo parece perdido, cuando el miedo se convierte en sombra, recordemos que la luz siempre encuentra un camino.

No somos individuos. Somos uno.

No somos el fin. Somos el principio.

Somos M.A.R."




En las semanas siguientes, las calles de las grandes ciudades se llenaron de pancartas, cantos y colores. 'Somos M.A.R.' resonaba en cada rincón, desde los suburbios hasta las capitales. Era como si, de repente, los invisibles hubieran encontrado su voz.


La luz azul no era un misterio que necesitáramos resolver. Era un recordatorio de que, en medio de la desesperanza, algo más grande nos conectaba, nos daba fuerza. Era la chispa que nos hacía resistir.

Mientras el mundo cambiaba, nosotros también lo hacíamos. Cada uno tomó un rumbo distinto, pero nuestras rutas siempre regresaban al mismo punto: M.A.R. Seguíamos juntos, aunque a veces la distancia nos separara.


EPÍLOGO: EL SURGIR DE UNA GENERACIÓN

Cuando todo parecía perdido, cuando el miedo se convirtió en sombra, recordamos que la luz siempre encuentra un camino. Era nuestra luz, la que habíamos forjado juntos, y aunque el camino por recorrer sigue siendo incierto, sabíamos que algo había cambiado irrevocablemente. No éramos individuos. Éramos uno.


No éramos el fin. Éramos el principio.

Somos M.A.R.


Pedro nunca dejó de escribir. Aunque el peligro siempre estaba al acecho, sus palabras se convirtieron en un refugio para muchos. Cada poema que compartía era una chispa más en la oscuridad, una chispa que alimentaba a quienes se unían a la resistencia. No solo escribía sobre el mar, sino sobre la libertad, sobre la resistencia, sobre la luz que nunca dejaría de brillar.


"En las sombras nacen las estrellas, y en la oscuridad se forjan los sueños. Somos aquellos que despertamos, y nuestra luz nunca se apaga."


Esteban, siempre al frente, se convirtió en uno de los estrategas más importantes de la resistencia global. Utilizó su intelecto para crear nuevas tácticas, y pronto comenzaron a surgir células organizadas en todos los continentes. Esteban enseñó a miles a hackear sistemas, a exponer la verdad, a luchar con conocimiento. La información que compartimos con el mundo no solo destapó la existencia de AGIT, sino que también sembró la semilla de la revolución. El mundo comenzaba a despertar.


Camila organizó redes en diversas ciudades, llevando consigo el espíritu de lo que habíamos empezado en ese almacén frío y oscuro. Cada nueva célula de la resistencia se expandía, y la palabra "M.A.R." se convirtió en símbolo de unidad, un grito de esperanza que cruzaba océanos y montañas. Con ella, aprendimos a luchar en las redes, a ser invisibles cuando era necesario, y a unirnos cuando el momento llegara.


Juan, el protector de todos, se dedicó a entrenar a las nuevas generaciones. Ya no solo entrenaba para defender, sino para enseñar el valor de la hermandad. Bajo su tutela, miles aprendieron a no rendirse, a mantenerse firmes en medio del caos. Aunque los enfrentamientos seguían siendo inevitables, la resistencia nunca se dio por vencida.


Un Futuro Incierto

Las protestas en las calles, las pancartas con el lema “Somos M.A.R.”, las voces que unían a miles de desconocidos... todo ello fue solo el comienzo. Las desapariciones continuaron, las sombras seguían al acecho, pero el mundo ya no se quedaba callado. En cada rincón del planeta, aquellos que alguna vez fueron invisibles, comenzaban a levantarse.


Nosotros, como generación, habíamos despertado. No éramos perfectos, no teníamos todas las respuestas, pero sabíamos algo con certeza: la lucha por nuestra libertad nunca terminaría. Sabíamos que cada día sería una batalla, pero también sabíamos que la luz siempre encontraría un camino, aunque tuviéramos que seguir construyéndolo.


Al mismo tiempo, el peligro no se había ido. AGIT, aunque debilitado, aún existía, y su respuesta sería feroz. Una vez más, la lucha por nuestra supervivencia comenzaría, pero esta vez, no seríamos los mismos. Ahora éramos fuertes, unidos y sabíamos que nosotros éramos la nueva generación, la que había decidido ser visible, la que no iba a ser silenciada.


El Amanecer

El primer rayo de sol atravesó el horizonte, bañando la ciudad que, aunque todavía destruida, comenzaba a resurgir. Bajo ese sol naciente, caminamos hacia el futuro con la seguridad de que nuestra lucha no había sido en vano. M.A.R. era más que un símbolo. Era una promesa: Memoria, Amor y Resistencia. Y mientras respirábamos el aire fresco de un nuevo día, sabíamos que nuestro trabajo apenas comenzaba.


—¿Qué ves? —me preguntó Esteban, al llegar junto a mí en el tejado.


—Un nuevo comienzo. —respondí, mirando el horizonte, donde el sol naciente iluminaba las calles, las mismas calles que ahora hablaban de nosotros, de nuestra lucha, de nuestra victoria.


La batalla por la libertad no había terminado. Pero al menos ahora, el mundo sabía que los invisibles, los que una vez fueron silenciados, habían despertado.

Y esa luz que llevábamos dentro, era ahora un faro para todos.

CAPÍTULO FINAL: EL JUEGO CONTINÚA

El impacto del mensaje de M.A.R. resonó en todo el mundo. Las calles se llenaron de protestas, pancartas con el lema "Somos M.A.R." y cantos que rompían el silencio que había durado décadas. Las redes sociales explotaron con historias de aquellos que, como nosotros, habían sido invisibles, perseguidos o marginados.


La resistencia había comenzado, pero con ella también llegó la respuesta de AGIT. Intentaron silenciarnos, pero ya era demasiado tarde. El mensaje había despertado a miles, y esa chispa se convertía en una llama imposible de extinguir.


EL RENACIMIENTO

Una mañana, mientras el sol iluminaba nuestro refugio, Pedro nos leyó su poema más reciente. Su voz temblaba al principio, pero las palabras eran un recordatorio del propósito que nos unía:


"En la oscuridad nacen las estrellas,

y en los rincones olvidados crece la luz.

Somos los invisibles que se atrevieron a soñar,

y nuestra lucha apenas comienza."


Esas palabras sellaron nuestro compromiso. Sabíamos que AGIT no retrocedería, pero tampoco nosotros.


EL FUTURO

Cada uno encontró su lugar en la resistencia. Esteban lideró desde las sombras, desafiando sistemas y creando redes que nos mantenían unidos. Camila organizó células de resistencia en otras ciudades, llevando esperanza donde antes solo había miedo. Juan entrenó a los nuevos miembros, enseñándoles que la fuerza no está en los puños, sino en la unidad.


Pedro, a pesar de su vista deteriorada, continuó escribiendo. Sus poemas, llenos de verdad y valentía, se convirtieron en himnos para una generación que se negaba a rendirse.


Y yo, sentado en el tejado, observé cómo el sol se elevaba en el horizonte. Por primera vez en mucho tiempo, vi algo más que un día nuevo: vi un futuro.


EPÍLOGO: SOMOS LUZ

M.A.R. no era solo un grupo; era un movimiento. Habíamos encendido una chispa que ahora ardía en todo el mundo. Las amenazas de AGIT persistían, pero ya no éramos los mismos. Habíamos encontrado en nuestra conexión una fuerza que ni ellos podían entender.


Cuando todo parecía perdido, encontramos nuestra luz. Y esa luz no era solo nuestra: era el inicio de algo más grande.


"No somos el fin. Somos el principio."



martes, 19 de septiembre de 2023


 EL CENTINELA DE LAS MEMORIAS

  Me llamo Pedro Calderón. Tengo treinta y cinco años, soy periodista de profesión. Vivo asomado a mis propias sombras y llevo una vida solitaria, escrita y signada por el aislamiento y la fascinación de las palabras. Tragados por una agobiante infelicidad, llevo marcados en mi retina mi nacimiento y mi resurrección. Escribo y leo solo los sábados, y en este último día encontré un texto que fue mi primer intento en las letras. Tenía entonces catorce o quince años, y me sorprendí al hojearlo. Cómo pude haber escrito eso a tan corta edad, me pregunté mientras leía el título, “El centinela” ¿En qué habré estado pensando? Comencé a leer con curiosidad mientras intentaba reconocerme en ese texto que decía: “El destino arrastra las voces hacia el poniente. Son fantasmas mudos y olvidados. Hundo la daga en mi frente…”   El timbre interrumpió mi lectura cuando ni siquiera había terminado la primera hoja. Era el día de pago del diario. Las noticias se llevaron mi atención y pensé en terminar de leer en otro momento lo que había escrito, tal vez en alguno de mis monótonos viajes en subte. Guardé la libreta de notas en el bolsillo del saco. Llegó el lunes tan odiado. El andén me recibió abarrotado de gente, y decidí que sería mejor esperar el próximo subte. A mi izquierda, casi al terminar el túnel, un hombre andrajoso hablaba en voz alta. Me acerqué para oír mejor, al no tener algo mejor que hacer. Hablaba un inglés muy claro. Sonriendo, me aproximé un poco más. Me miró y dijo: — ¿Me compra un ejemplar? —y señaló a su lado una pequeña pila de libros. Algo delataba que su ofrecimiento no estaba guiado por la necesidad. Dejé el dinero en la mano rugosa. — Gracias, ellos se lo agradecen. — ¿Quiénes son ellos? —pregunté. — Disculpe, tengo que irme.–dijo precipitadamente. Llegó mi subte. Abrí el libro y recorrí con la vista la portada. Estaba en blanco, no tenía título. Comencé a leer al azar. Me sorprendió la manera de expresar las ideas, a veces crudamente, a veces con metáforas de alto vuelo, aunque todas me remitían a un estilo que yo conocía. ¿Quién sería ese sujeto? Busqué al final del libro y solo leí: “El Ojo Clónico”. Mi vida había sido complicada al tener que estudiar y trabajar para terminar la carrera y recibirme de periodista. Mis intentos por entrar en un diario, acaso publicar un libro, terminaron en los cajones de los jefes de redacción. Llevado por la necesidad, encontré trabajo en una revista especializada en espectáculos. Meditaba con nostalgia, que antes de la existencia de la informática, hubo escritores que solo usaron los instrumentos más insustituibles: imaginación, papel y tinta. Recordé que el director me había llamado para decirme que debía poner más empeño, porque mis notas tenían poco interés, y solo eran publicadas cuando necesitaban llenar páginas. Tibiamente, alegué que los espectáculos eran muy deficientes en esta época del año. Insistió: — ¿Sería capaz de mejorar? Necesitamos algo nuevo, original—había un profundo desagrado en la voz. Y agregó en tono amenazante — Tenemos que hacer un recorte de personal. No estamos vendiendo ni siquiera para pagar su sueldo. Cuando terminó el día, yo seguía pensando en aquel episodio del subte. Tal vez pudiera conseguir una nota de interés… ¿Y si fuera un escritor que había sido alguien en el pasado? Llegué a la estación y esperé hasta que se despejara el andén para ver si lo encontraba. Él no estaba, y después de varios minutos, abandoné la idea. Al regresar a casa, me hundí en el sillón. Volví a retomar el extraño libro. Allí se resumían estilos literarios que ya conocía, aunque los textos me resultaban desconocidos. ¿Cómo es posible? Reflexioné, ¿Quién era? ¿Y si hubiera sido alguien importante en el pasado? Sería la noticia del año. Al día siguiente, mientras esperaba el subte, oí un susurro detrás de mí. Era él. Su cara había cambiado. Había otra expresión en sus rasgos y era otra su manera de hablar. Le pregunté si quería tomar un café. Y ante su silencio lo tenté con una cerveza. Aceptó y dijo: — A veces tomo una. Pero con una condición. — ¿Cuál? — Qué me compré un libro. — Ya tengo uno, el que compré ayer. ¿Se acuerda? — ¡Ah sí! Usted me salvó el día, me acuerdo. Claro, pero este es uno nuevo. — ¿Cómo uno nuevo? ¿Cuántos publicó?— pregunté con verdadero asombro. — Cientos… cientos de miles… — ¡Cómo cientos de miles! — Sí —respondió el vagabundo. — ¿Quién es usted… tiene algún tipo de educación? — No, nací en las calles… Allí aprendí todo lo que sé. — ¿Y dónde vive? ¿Dónde está su casa? — Está parado sobre ella.–dijo. — ¿Cuál es su nombre? —insistí. — Bueno, eso es difícil de responder. Algunos me dicen Ray, o Roberto; al día siguiente me llaman Osvaldo, o Williams, depende. — Parecen nombres de pila de escritores que ya han muerto. — A veces creo que lo estoy–dijo riendo — Venga más tarde y les presentaré a algunos de mis amigos —invitó con una sonrisa. — Es imposible, el subte va a estar cerrado. — No se preocupe, yo me encargo de eso. Lo espero alrededor de las once. Tuve miedo. Pensé si mi vida correría peligro. Todo era muy extraño. ¿Y si me asaltaba? ¿Cómo es que ese hombre tenía acceso al subte y podía entrar y salir sin horarios? Sin embargo, la curiosidad pudo más. Aun en medio de todos mis recelos, acudí esa noche. Me acerqué a la enorme reja cerrada. Era demasiado el silencio, y decidí no seguir adelante. Escuché entonces un sonido metálico. La reja estaba entreabierta, y sin reflexionarlo, bajé por las escaleras guiadas por una luz amarillenta. No había nadie. Caminé bordeando el andén hasta al final, y entonces pude distinguir su silueta. — ¡Venga! No tenga miedo, estamos solos–dijo extendiendo el brazo. Al acercarme, noté que sostenía un cáliz labrado en plata y bronce que parecía muy antiguo. Lo extendió hacia mí. — ¿Quiere? Bebí del cáliz y el sabor de un extraño y exquisito vino, inundó mi paladar. — Gracias–dije devolviéndoselo. Quedé en silencio. Finalmente, me atreví a decir. — Quisiera hacerle una nota sobre su historia, si me lo permite, sería de gran ayuda para mi trabajo. — No creo —respondió con tristeza— Hoy es mi último día. — ¿Su último día? — ¿Quiere que le recite algún cuento o una poesía? —propuso. Un ruido desde las rejas interrumpió nuestro diálogo, mientras se oían voces. Era el personal de seguridad que con linternas se acercaba rápidamente hacia donde estábamos. — No se preocupe–dijo el mendigo— No pueden vernos. — No hay nada… —se oyó decir al oficial, en tono monocorde— debe ser ese vagabundo que vive en los túneles. — Sí, puede ser… —respondió su compañero mientras levantaba un libro del piso. — Carajo, siempre encuentro esto en el mismo lugar. — ¿Y qué es? — Un libro que siempre está en blanco–dijo molesto. Paseó la linterna por el andén y se encaminaron hacia la reja. El mendigo continuó indiferente. — ¿Le gustaría escuchar algo de literatura inglesa? — ¿Cómo? —dije con un hilo de voz—. Ah… bueno, lo que usted quiera. Esto sí que es una alucinación. Lo vi cerrar los ojos y en perfecto inglés recitó un párrafo de Hamlet. Atónito le pregunté cómo lo sabía. — Mis amigos… — ¿Cuáles? — Ellos están llegando —señaló. —Desde el fondo del túnel. Sentí que el corazón me estallaba. ¡Dios mío! —pensé incrédulo, deseando correr para esconderme. Oía los pasos cada vez más cercanos. — Me enseñaron todo lo que sé. —había un dejo de nostalgia en la garganta. Lentamente, la oscuridad del túnel comenzó a dibujar las primeras sombras. — Hoy es mi retiro. Ya estoy demasiado viejo para seguir cuidándolos. —su voz me llegó desde la noche de los tiempos— Estamos esperando el relevo de la guardia, el nuevo centinela. — No entiendo —mi sonrisa era nerviosa — ¿Nuevo centinela? Las sombras eran cada vez más espesas y mi temor iba en aumento. — Es que alguien debe ocupar mi lugar para cuidarlos. — ¿Qué es lo que hay que cuidar? ¿Quiénes son ellos? Él comenzó a hablar con una infinita tristeza. — Sus memorias. Es necesario que alguien las cuide–dijo simplemente— Es algo trascendente. Las múltiples sombras se detuvieron frente a nosotros y el eco enmudeció. — Ellos son los que ya no tienen voz. — ¿Y a quién esperan? — A usted. — Le pedimos que se quede con nosotros.–dijo alguien. — No sé… —respondí confundido. Una voz dijo: — Todos somos escritores olvidados. Me llamo Oliverio Girondo.  Otro se acercó con dificultad. Me llamo Jorge Luis Borges… Yo soy Walt… Walt Whitman… —y el susurro de voces fue aumentando hasta convertirse en una catarata de históricos nombres que se confundían en una única voz. El colosal murmullo se apagó. Ellos aún siguen escribiendo en la oscuridad. No los abandone. — No voy a hacerlo. — ¿Tenemos su palabra? — La tienen. Mis ojos recorrieron el extraño grupo, y sentí un curioso alivio. — ¿Por qué no nos cuenta algo de su vida? —quiso saber alguien. — ¿Cuál vida? No tuve ninguna, señor… — O lo que quiera contar–dijo Machado. — Es que no soy nadie, nunca tuve nada. — Por favor, usted sabe mucho acerca de nosotros, pero nada sabemos de usted. — Es que… no tengo nada interesante para decirles, — solo escribí en una pequeña libreta de notas, un diario que está vacío. — No, usted sabe que ya no está vacío. Seguía sin entender, pero alcancé a interceptar una mirada cómplice entre ellos y el hombre de los andrajos. — No tiene escapatoria —me dijo divertido— Acéptelo. Se produjo un silencio mientras las sombras se sentaban. Recordé entonces lo que había encontrado en uno de mis cajones. Tomé la libreta de notas y asombrado comencé a leer.   “El destino arrastra las voces hacia el poniente. Son fantasmas mudos y olvidados. Hundo la daga en mi frente. Y desangro los nombres ignorados. Nacen las sombras dolientes ¡Qué traigan el cáliz dorado! Hoy beberé de esa fuente, fundiendo pasado y presente.”   Mi nombre es Pedro Calderón. Tengo treinta y cinco años, de profesión centinela.  

lunes, 18 de septiembre de 2023

  A New Life

By Iván Sicardi



A New Life
By Iván Sicardi Seated on the provincial bus to town, after a hard week of study, Kim was startled when the fingers of the lady next to her  began exploring her leg. The attractive woman appeared to be in her mid-thirties and was very nice to look at. She had a little extra weight that Kim found quite sexy. The casual contact of her fingers on Kim’s thigh made her intentions clear.  Kim’s first reaction was to hastily relocate, but the bus was already packed with strap hangers. The woman had chosen her seat well, because both were at the rear and out of view of their fellow passengers. Kim looked about desperately, but there was clearly no place to go. She realized then that she didn’t have to accept this uninvited attention. She looked directly into the strange woman’s eyes.  She was about to address her quite sharply, when she felt the hands shift—to her panties!  She started violently.  Kim at that moment knew she was lost. Her head swan and her cheeks burned with sudden shame and fear of exposure. Wanton desire shone from the woman’s eyes, and her nimble fingers were equally articulate.  They delicately massaged Kim’s throbbing vulva with tender insistence. Her lips were moist. Kim felt as excited as she. “Please…” it was almost a whisper, but Kim didn’t dare speak aloud. Suddenly feeling modest and shy, she wanted only to escape, to deny what was happening. Kim begged her to leave her alone, and she looked out the window, feigning disinterest.  She futilely closed her legs.  It was to no avail, because of the exploring hand buried in her pulsing crotch, and the fingers rubbed her clit through sheer panties again and again.  She frantically looked for a way to escape her predicament. Of its accord, Kim’s vulva swelled, as it always did when she felt such stimulation.  Of course, the nineteen-year old girl had masturbated, so the sensations were half-familiar to her. Kim was irritated.  Didn’t her body appreciate the tactile difference between her fingers and those of a stranger? Kim’s mind roamed distractedly. Why did her body betray her? Kim was nonplussed. She ought to have felt violated, insulted, put-upon in a way, but a soft heat had already insinuated itself low in her belly. She was not a lesbian, of that she was completely certain. What was happening to her, then? She looked furtively at the woman. The vixen was looking nonchalantly in another direction, seemingly oblivious to her hand’s activities.   Apparently, she was bored with the bus ride, but her fingers kept up that sweet rhythm that had begun so many minutes earlier.  Had it only been minutes?  Kim’s fevered brain continued to wander.  Was it an eternity or only a short bus ride? The heat built steadily, firing her loins with a passion and arousal Kim had never felt in her young life.  Desperately, she again tried to move, but of their volition her legs parted even more to the woman’s touch.  Kim’s tingling thighs opened wide, freeing the woman to explore with complete abandon. A thousand thoughts came to Kim’s mind to put an end to this attention, but she still dared not act for fear of discovery by the other passengers. She looked around. Most dozed, the other bored faces were pointed in other directions. She looked again through the glass: empty highway. But the sensations that she felt were anything but boring. Kim realized this experience by itself could mean nothing…or everything.  Already, this strange encounter had killed a half hour of an otherwise undistinguished bus ride.  She forced her countenance into the same bored expression as her fellow riders, even as those fiery fingers, sloppily wet with her slippery juice, kept rubbing and rubbing through her panties. Minutes passed, and Kim began to rock her vulva back and forth, very smoothly. She thought that her body’s reaction was automatic, involuntary, but deep inside she suddenly knew she wanted it. Time stood still with the realization that she was making love with a stranger, and a woman!  But the intense pleasure Kim was feeling soon displaced her momentary shock and horror at the homosexual contact. Past caring about propriety or appearances, Kim began to appreciate those magical fingers in her wet grotto.  Now they continued, up her waist. The woman briefly glanced at Kim. A fleeting smile of understanding fluttered to her lips, then looked away again in apparent disinterest.   But her hand increased its speed and intensity… Kim passed from her initial revulsion to acceptance and total audacity. Imagination working overtime now, she envisioned herself in bed with her, while those fingers moved on a naked cunt. That thought gave her a bold inspiration.  “Why not?” she thought to herself.  She stole a brief look around. Nothing had changed. Without another thought, Kim put both hands on her waist, lifted her skirt a little, and she tore down her panties.  They dropped to her thighs, past her knees and to her ankles while she half-stood on the lurching bus. Quickly they disappeared into her purse, and Kim regained her seat. No one had noticed. No one, of course, except the woman.  Her eyes opened wide in surprise, then contemplatively narrowed in satisfaction.  She now looked to assess her progress.  Kim opened her legs, openly inviting the woman to continue her sexy game.  She had not long to wait, as those spicy fingers acquainted themselves with her hot interior, continuing to rub with fresh dewiness. Kim expressed an inaudible sigh, began to move again. She was half-delirious with desire and arousal.  Never in her life had she ever imagined something like this happening to her, and now she wished it would never end.  She moved more and more quickly, as those playful fingers rapidly made tiny circles, matching the exact movements that Kim used to achieve ecstasy when she masturbated in her room. The orgasm was not long in coming, it arrived in slow waves of intense, humid and hot pleasure. The tremors of pleasure began to shake Kim’s body.  Soon, her orgasm would erupt, and her juices spill out uncontrollably all over that wonderful hand.  Kim was so randy that she felt past all reason or regret. Biting her lips until they almost bled, to keep from screaming out her pleasure, pressing clenched fists against her short skirt, Kim felt a pleasure she’d never imagined possible. She felt her orgasm beginning in her cunt and spreading throughout her entire body. Another involuntary groan that could never be stopped escaped her throat.  At that moment, in small rings of vaginal flow escaped her pussy lips, leaving dripping those fingers that moved strong and swiftly on its juicy fruit.   Kim was lost, enrapt in the intensity of her passionate cum. Gradually relaxing, the fingers loosened their pressure, until deliberately and slowly parting from Kim’s now limp body. Amidst her sighs, she watched the woman clean her fingers in a diminutive handkerchief.  She licked her lips.  They exchanged a profound look of mutual understanding and gratitude for a shared moment of magic. Kim knew then what she must do. Taking a leaf from the calendar she kept in her purse, she wrote her telephone number down and passed the white sheet to her woman.  Silent as she had been throughout the trip, the woman inspected the paper before placing it carefully in her purse.  Then she smiled and squeezed the girl’s hand in hers, the one that had brought such rapturous joy only moments before. Kim knew that in that instant a new life began for her. She would never have to imagine such things again. From now on, she would live them.    Iván Sicardi….© Copyright 2000