martes, 19 de septiembre de 2023


 EL CENTINELA DE LAS MEMORIAS

  Me llamo Pedro Calderón. Tengo treinta y cinco años, soy periodista de profesión. Vivo asomado a mis propias sombras y llevo una vida solitaria, escrita y signada por el aislamiento y la fascinación de las palabras. Tragados por una agobiante infelicidad, llevo marcados en mi retina mi nacimiento y mi resurrección. Escribo y leo solo los sábados, y en este último día encontré un texto que fue mi primer intento en las letras. Tenía entonces catorce o quince años, y me sorprendí al hojearlo. Cómo pude haber escrito eso a tan corta edad, me pregunté mientras leía el título, “El centinela” ¿En qué habré estado pensando? Comencé a leer con curiosidad mientras intentaba reconocerme en ese texto que decía: “El destino arrastra las voces hacia el poniente. Son fantasmas mudos y olvidados. Hundo la daga en mi frente…”   El timbre interrumpió mi lectura cuando ni siquiera había terminado la primera hoja. Era el día de pago del diario. Las noticias se llevaron mi atención y pensé en terminar de leer en otro momento lo que había escrito, tal vez en alguno de mis monótonos viajes en subte. Guardé la libreta de notas en el bolsillo del saco. Llegó el lunes tan odiado. El andén me recibió abarrotado de gente, y decidí que sería mejor esperar el próximo subte. A mi izquierda, casi al terminar el túnel, un hombre andrajoso hablaba en voz alta. Me acerqué para oír mejor, al no tener algo mejor que hacer. Hablaba un inglés muy claro. Sonriendo, me aproximé un poco más. Me miró y dijo: — ¿Me compra un ejemplar? —y señaló a su lado una pequeña pila de libros. Algo delataba que su ofrecimiento no estaba guiado por la necesidad. Dejé el dinero en la mano rugosa. — Gracias, ellos se lo agradecen. — ¿Quiénes son ellos? —pregunté. — Disculpe, tengo que irme.–dijo precipitadamente. Llegó mi subte. Abrí el libro y recorrí con la vista la portada. Estaba en blanco, no tenía título. Comencé a leer al azar. Me sorprendió la manera de expresar las ideas, a veces crudamente, a veces con metáforas de alto vuelo, aunque todas me remitían a un estilo que yo conocía. ¿Quién sería ese sujeto? Busqué al final del libro y solo leí: “El Ojo Clónico”. Mi vida había sido complicada al tener que estudiar y trabajar para terminar la carrera y recibirme de periodista. Mis intentos por entrar en un diario, acaso publicar un libro, terminaron en los cajones de los jefes de redacción. Llevado por la necesidad, encontré trabajo en una revista especializada en espectáculos. Meditaba con nostalgia, que antes de la existencia de la informática, hubo escritores que solo usaron los instrumentos más insustituibles: imaginación, papel y tinta. Recordé que el director me había llamado para decirme que debía poner más empeño, porque mis notas tenían poco interés, y solo eran publicadas cuando necesitaban llenar páginas. Tibiamente, alegué que los espectáculos eran muy deficientes en esta época del año. Insistió: — ¿Sería capaz de mejorar? Necesitamos algo nuevo, original—había un profundo desagrado en la voz. Y agregó en tono amenazante — Tenemos que hacer un recorte de personal. No estamos vendiendo ni siquiera para pagar su sueldo. Cuando terminó el día, yo seguía pensando en aquel episodio del subte. Tal vez pudiera conseguir una nota de interés… ¿Y si fuera un escritor que había sido alguien en el pasado? Llegué a la estación y esperé hasta que se despejara el andén para ver si lo encontraba. Él no estaba, y después de varios minutos, abandoné la idea. Al regresar a casa, me hundí en el sillón. Volví a retomar el extraño libro. Allí se resumían estilos literarios que ya conocía, aunque los textos me resultaban desconocidos. ¿Cómo es posible? Reflexioné, ¿Quién era? ¿Y si hubiera sido alguien importante en el pasado? Sería la noticia del año. Al día siguiente, mientras esperaba el subte, oí un susurro detrás de mí. Era él. Su cara había cambiado. Había otra expresión en sus rasgos y era otra su manera de hablar. Le pregunté si quería tomar un café. Y ante su silencio lo tenté con una cerveza. Aceptó y dijo: — A veces tomo una. Pero con una condición. — ¿Cuál? — Qué me compré un libro. — Ya tengo uno, el que compré ayer. ¿Se acuerda? — ¡Ah sí! Usted me salvó el día, me acuerdo. Claro, pero este es uno nuevo. — ¿Cómo uno nuevo? ¿Cuántos publicó?— pregunté con verdadero asombro. — Cientos… cientos de miles… — ¡Cómo cientos de miles! — Sí —respondió el vagabundo. — ¿Quién es usted… tiene algún tipo de educación? — No, nací en las calles… Allí aprendí todo lo que sé. — ¿Y dónde vive? ¿Dónde está su casa? — Está parado sobre ella.–dijo. — ¿Cuál es su nombre? —insistí. — Bueno, eso es difícil de responder. Algunos me dicen Ray, o Roberto; al día siguiente me llaman Osvaldo, o Williams, depende. — Parecen nombres de pila de escritores que ya han muerto. — A veces creo que lo estoy–dijo riendo — Venga más tarde y les presentaré a algunos de mis amigos —invitó con una sonrisa. — Es imposible, el subte va a estar cerrado. — No se preocupe, yo me encargo de eso. Lo espero alrededor de las once. Tuve miedo. Pensé si mi vida correría peligro. Todo era muy extraño. ¿Y si me asaltaba? ¿Cómo es que ese hombre tenía acceso al subte y podía entrar y salir sin horarios? Sin embargo, la curiosidad pudo más. Aun en medio de todos mis recelos, acudí esa noche. Me acerqué a la enorme reja cerrada. Era demasiado el silencio, y decidí no seguir adelante. Escuché entonces un sonido metálico. La reja estaba entreabierta, y sin reflexionarlo, bajé por las escaleras guiadas por una luz amarillenta. No había nadie. Caminé bordeando el andén hasta al final, y entonces pude distinguir su silueta. — ¡Venga! No tenga miedo, estamos solos–dijo extendiendo el brazo. Al acercarme, noté que sostenía un cáliz labrado en plata y bronce que parecía muy antiguo. Lo extendió hacia mí. — ¿Quiere? Bebí del cáliz y el sabor de un extraño y exquisito vino, inundó mi paladar. — Gracias–dije devolviéndoselo. Quedé en silencio. Finalmente, me atreví a decir. — Quisiera hacerle una nota sobre su historia, si me lo permite, sería de gran ayuda para mi trabajo. — No creo —respondió con tristeza— Hoy es mi último día. — ¿Su último día? — ¿Quiere que le recite algún cuento o una poesía? —propuso. Un ruido desde las rejas interrumpió nuestro diálogo, mientras se oían voces. Era el personal de seguridad que con linternas se acercaba rápidamente hacia donde estábamos. — No se preocupe–dijo el mendigo— No pueden vernos. — No hay nada… —se oyó decir al oficial, en tono monocorde— debe ser ese vagabundo que vive en los túneles. — Sí, puede ser… —respondió su compañero mientras levantaba un libro del piso. — Carajo, siempre encuentro esto en el mismo lugar. — ¿Y qué es? — Un libro que siempre está en blanco–dijo molesto. Paseó la linterna por el andén y se encaminaron hacia la reja. El mendigo continuó indiferente. — ¿Le gustaría escuchar algo de literatura inglesa? — ¿Cómo? —dije con un hilo de voz—. Ah… bueno, lo que usted quiera. Esto sí que es una alucinación. Lo vi cerrar los ojos y en perfecto inglés recitó un párrafo de Hamlet. Atónito le pregunté cómo lo sabía. — Mis amigos… — ¿Cuáles? — Ellos están llegando —señaló. —Desde el fondo del túnel. Sentí que el corazón me estallaba. ¡Dios mío! —pensé incrédulo, deseando correr para esconderme. Oía los pasos cada vez más cercanos. — Me enseñaron todo lo que sé. —había un dejo de nostalgia en la garganta. Lentamente, la oscuridad del túnel comenzó a dibujar las primeras sombras. — Hoy es mi retiro. Ya estoy demasiado viejo para seguir cuidándolos. —su voz me llegó desde la noche de los tiempos— Estamos esperando el relevo de la guardia, el nuevo centinela. — No entiendo —mi sonrisa era nerviosa — ¿Nuevo centinela? Las sombras eran cada vez más espesas y mi temor iba en aumento. — Es que alguien debe ocupar mi lugar para cuidarlos. — ¿Qué es lo que hay que cuidar? ¿Quiénes son ellos? Él comenzó a hablar con una infinita tristeza. — Sus memorias. Es necesario que alguien las cuide–dijo simplemente— Es algo trascendente. Las múltiples sombras se detuvieron frente a nosotros y el eco enmudeció. — Ellos son los que ya no tienen voz. — ¿Y a quién esperan? — A usted. — Le pedimos que se quede con nosotros.–dijo alguien. — No sé… —respondí confundido. Una voz dijo: — Todos somos escritores olvidados. Me llamo Oliverio Girondo.  Otro se acercó con dificultad. Me llamo Jorge Luis Borges… Yo soy Walt… Walt Whitman… —y el susurro de voces fue aumentando hasta convertirse en una catarata de históricos nombres que se confundían en una única voz. El colosal murmullo se apagó. Ellos aún siguen escribiendo en la oscuridad. No los abandone. — No voy a hacerlo. — ¿Tenemos su palabra? — La tienen. Mis ojos recorrieron el extraño grupo, y sentí un curioso alivio. — ¿Por qué no nos cuenta algo de su vida? —quiso saber alguien. — ¿Cuál vida? No tuve ninguna, señor… — O lo que quiera contar–dijo Machado. — Es que no soy nadie, nunca tuve nada. — Por favor, usted sabe mucho acerca de nosotros, pero nada sabemos de usted. — Es que… no tengo nada interesante para decirles, — solo escribí en una pequeña libreta de notas, un diario que está vacío. — No, usted sabe que ya no está vacío. Seguía sin entender, pero alcancé a interceptar una mirada cómplice entre ellos y el hombre de los andrajos. — No tiene escapatoria —me dijo divertido— Acéptelo. Se produjo un silencio mientras las sombras se sentaban. Recordé entonces lo que había encontrado en uno de mis cajones. Tomé la libreta de notas y asombrado comencé a leer.   “El destino arrastra las voces hacia el poniente. Son fantasmas mudos y olvidados. Hundo la daga en mi frente. Y desangro los nombres ignorados. Nacen las sombras dolientes ¡Qué traigan el cáliz dorado! Hoy beberé de esa fuente, fundiendo pasado y presente.”   Mi nombre es Pedro Calderón. Tengo treinta y cinco años, de profesión centinela.  

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